A todas luces comprendimos que sería imposible probar alguna cosa antes de empezar. Así que sin más vueltas nos pusimos los sombreritos, y le hicimos un guiño al abnegado encargado de la puerta, que de cualquier manera ya estaba siendo desbordado por un tropel de muletas y sillas de ruedas, mezcladas con risas y comentarios altisonantes. Comenzamos con la “Pequeña serenata nocturna” de Mozart, con una respuesta muy calurosa.
A todo esto, yo esperaba ver una señora conocida (Graciela), que trabaja en el INAREPS haciendo rehabilitación, que me había asegurado que iba a estar con alguno de sus pacientes. Pero por más que recorría el recinto con la vista, que a esta altura estaba atiborrado, con las puertas abiertas y mucha gente en la galería exterior, no lograba verla. Evidentemente no estaba. (…)
Se tocaron otras cosas que mi memoria las esconde tras la fuerza del encuentro. Cuando el concierto estaba llegando a su climax, veo que la gente de la puerta se abre y aparece Graciela empujando una cama. ¡Sí!, ¡una cama de hospital!, de esas con ruedas que hay en las habitaciones. (…)
En la cama había una chica muy joven (no podría precisar la edad, pero sí que se llamaba Luján), con la mirada perdida en el techo. Como pudimos, con esas cosas que se agolpan en la garganta y esas otras que cuelgan de los ojos, seguimos tocando. (…)
Entonces vimos algo que ninguno de nosotros va a olvidar. En pocos minutos la música fue dirigiendo y cambiando esa mirada hasta desembocar en una sonrisa radiante de disfrute y agradecimiento. Graciela se acercaba a cada rato y la acariciaba. Poco antes de que termine el concierto se llevó a otra Luján en la misma cama. (…)
Salimos a la explanada con Guille. El sol entibiaba el aire de la siesta. Subimos el bajo y entramos al auto. Sentí que no tenía ningún apuro. Y me atravesó una certeza: que no había que ir lejos para llegar a algún lado.[/quote]